Nunca imaginé que publicaría en mitad de una pandemia, pero así ha sido. En favor de la novela y de mí, diré que trata un tema tan latente como es la infantilización de la sociedad, y además lo hace con humor. El origen de esta cuestión nace de la relación que todos mantenemos con nuestra infancia, y cómo en demasiados casos la manifestamos involuntariamente. Este hecho abarca campos tan dispares como los juegos nocturnos en las relaciones de pareja o el arte contemporáneo, donde Ai Weiwei ha convertido en performance la afición infantil de romper jarrones. Incluso alcanza al ejercicio del poder: cuando un pequeño dice una frase sin sentido, suele hacer gracia; cuando la frase sin sentido la escuchas en la boca de un político conocido, piensas que la infancia es mucho más larga y peligrosa de lo que establece la biología.

La novela se desarrolla a través de Mateo, un restaurador de pintura especializado en revitalizar milagros y martirios sangrientos. Además de por su trabajo, vive desorientado por la vida líquida y por su vecino, excantante infantil de un grupo parecido a Parchís, que alardea de haber interpretado canciones ridículas.

En la novela se suceden Mary Poppins, Los Planetas, Ray Conniff, Jack el Destripador, Banksy, una langosta congelada, un psicólogo que embarulla más que aclara y una fiesta de Primera Comunión convertida en performance viral. En suma, demuestra con humor que las relaciones entre los adultos (públicas y privadas), las pulsiones infantiles y las estrategias del arte contemporáneo se rigen por los mismos patrones.